“Echamos desinfectante, pero la peste no se iba”
Héctor de Mauleón/El Universal
Jueves 11 de octubre de 2007.- La mitad de los inquilinos de Mosqueta 198 no lo vieron nunca. A la otra mitad les parecía un individuo “amable”, “correcto”, “silencioso”, “reservado”. En cambio, a Julio César Montoro, encargado de las pizzas Ricchi, un negocio contiguo al edificio donde el lunes pasado fue descubierto el cuerpo de una mujer descuartizada, José Luis Calva Zepeda le repugnaba. Le parecía demasiado amable, demasiado dicharachero, demasiado efusivo: “Daba la impresión de ser hipócrita, alguien muy empeñado en que lo aceptaran”.
En la esquina del edificio de Mosqueta hay un restaurante clausurado: la Casa Cándido. Al lado, una clínica de uñas, y la tienda de abarrotes a la que desde hace cinco meses, Calva Zepeda bajaba a comprar leche (“nunca compró otra cosa más que leche”, dice la mujer encargada del mostrador).
Los muros cercanos están recubiertos por graffiti. Sobre la banqueta, llena de polvo y azotada a toda hora por el ruido de los micros, de los autos, se alza un paradero de camión totalmente oxidado. Un eje vial como cualquiera: el mundo del “dramaturgo, poeta y escritor” en cuyo departamento la policía encontró el cuerpo mutilado de una empleada de farmacia.
Calva Zepeda había ocultado el torso en el clóset; una pierna en el refrigerador. Uno de los brazos de la víctima flotaba en una olla; los huesos fueron hallados dentro de una caja de cereal.
“Palpé la cadera y me pregunté por dónde empezaría a comerla… cogí un cuchillo y lo clavé dentro, corté un trocito y me lo metí directamente en la boca. No tenía olor. Su sabor es el de un rico pescado crudo similar al sushi”, escribió el caníbal japonés Issei Sagawa, que en 1981 devoró a lo largo de tres días el cuerpo de una muchacha holandesa, y en un conjunto de cartas escritas desde la cárcel dejó constancia de aquellas horas de horror: se comió a la joven hasta que varias moscas grandes volaron sobre sus restos; entonces comprendió que la “luna de miel” entre él y su víctima había terminado.
“No quiero imaginarme lo que ocurrió allí dentro”, dice ahora el inquilino Víctor Hugo Gutiérrez Urquidi.
Pero la sombra de “lo que sucedió” flota en los pasillos oscuros de Mosqueta 198. Ronda el silencio que emerge del departamento 17.
Ese lunes, Brenda, la adolescente del departamento uno, salió rumbo a la preparatoria. En la puerta encontró a varios policías judiciales que indagaban el paradero de la empleada de farmacia Alejandra Galeana Garavito, quien desde el 5 de octubre no se reportaba con sus familiares. Encontró también a varios policías uniformados, que simultáneamente acudían al llamado telefónico de la dueña del edificio, quien se quejaba de que en el departamento 17 había “olor a muerto”.
“El olor bajaba por el cubo de luz y se metía en la cocina —recuerda Brenda—. Habíamos echado desinfectante, pero la peste no se iba”.
A partir de entonces las versiones se contradicen: unos dicen que Calva intentó escapar por el balcón; otros, que trató de huir por la escalera y en la calle fue arrollado por un auto. A las 10 de la mañana, el bolero Juan Mondragón Ángeles encontró un charco de sangre en la esquina de Mosqueta y Guerrero. “Dicen que es sangre de la madriza que le dieron los agentes judiciales”.
Llega la noche, y las 19 familias del edificio de Mosqueta tocan el terror. No quieren cerrar los ojos.
“Eso es lo peor. No vimos nada, no oímos nada, y mire nomás lo que ocurrió”, dice Víctor Hugo Gutiérrez.
10/15/2007
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